jueves, 22 de marzo de 2018

Despierta.

Volví a verle después de tantos meses. Extrañaba tenerle cerca. Se veía igual que siempre. A veces su pelo es tan revoltoso que parece tener vida propia.

Desde que le conocí, siempre fue una persona despreocupada. Pero esa noche noté algo distinto en sus ojos. Recuerdo que dobló por ese pasillo buscando un baño que no existía.

Cuando me vio, noté esa mirada que me atontaba. Perdió el equilibrio mientras se acercaba y en un segundo estábamos sentados en el pasillo de una casa que nunca conocimos.

Tantas veces nos tuvimos cerca pero reaccionamos con diferentes miedos.

Aquella noche me abrazó, me acosté sobre su hombro y me dio un beso en la frente con un susurro que formaba esas dos palabras que siempre supe y a la vez sentía.

¿Y después? Después no hay más que oscuridad. El silencio se volvió ensordecedor. Quería despertar para mantener el recuerdo a salvo. Pero la euforia lleva consigo su propio temporizador.

De a poco la memoria remarca breves detalles. Y a medida que corren los días voy perdiendo ansiedad.

Pierdo colores, y así la imagen se vuelve monocromática. 
Pierdo piezas del acertijo al que me acerqué.
Pierdo olvidos, y así vuelvo a recordar por que nunca fuimos.
Pierdo falsas ideas que me dejó creer para su regocijo.

Por ganarme su tiempo, perdí a mi pequeña interior.
Ella que me aconseja sabiamente cuando me hago bolita.

Ella se perdió y volvió a viejos hábitos.
Ella se perdió, tan sola e insegura estaba.
Ella se perdió, y casi se apaga mi mundo.

Vagabunda, así la llamaron alguna vez.

Ella no quería esa vida.
Ella quería volver a casa.

Hace no mucho la encontré llorando en mi cama.
Quién sabe cuánto caminó para llegar salva.




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